POR UN HUMANISMO INGENIERIL

 POR UN HUMANISMO INGENIERIL

Estamos acostumbrados a pensar que existen dos territorios básicos del saber humano: por un lado las ciencias y la técnica, por otro las humanidades. El primero se ocupa de los aspectos cuantitativos e instrumentales de la vida, el segundo de lo cualitativo e irreductible. Si hubiese que concentrar en una sola fórmula común al que me refiero, cabría decir, para simplificar, que los científicos y técnicos conocen y experimentan con el cuerpo del mundo, mientras que los humanistas son los exploradores del alma. 

Aunque esta división del saber es útil, quisiera mostrar que no se trata de territorios alejados o ajenos sino íntimamente comunicados, sobre todo si la ciencia, la técnica y las humanidades de las que estamos hablando son auténticas. El teorema que me propongo demostrar se formularía, entonces, del siguiente modo: el buen científico, el buen técnico, debe ser un humanista e, inversamente, el buen humanista, sobre todo el universitario, tiene por fuerza que abrevar de la ciencia y la técnica. 

Para abordar el teorema no acudiré a fórmulas sino a un par de biografías representativas. La primera es de mi primer maestro de matemáticas en la Facultad de Ingeniería. La segunda es la de un historiador que he leído desde hace décadas. Los dos fueron, a un mismo tiempo, indisolublemente, científicos, técnicos y humanistas. 

Era una fría mañana de febrero de 1965. Don Enrique Rivero Borrel estaba sentado al lado del escritorio. Vestido de manera impecable, tomaba paciente y minuciosamente la lista de sus futuros alumnos. Tendría entonces poco más de setenta años. Fue la única vez en su curso que tomó asiento. Como los oradores romanos, daba su cátedra de pie, pero su cátedra no tenía un ápice de retórica. Era sustancia pura. No faltó una sola vez a su clase. Con letra "palmer", de izquierda a derecha del pizarrón y sin jamás voltear a mirar a su público, literalmente dibujaba las demostraciones matemáticas. Desde los pupitres, los jóvenes rapados, los famosos y sufridos "perros", seguíamos aquella melodía matemática con silencio respetuoso y hasta con fascinación. Lo que nos fascinaba era la claridad, el rigor, la sencillez con que el maestro nos guiaba para entender, desde su esencia -no mecánicamente-, los conceptos. 

El pizarrón era una especie de mural matemático. Un elemento estético nos atraía a él. El rigor, el equilibrio, la pulcritud de aquel pensamiento era una experiencia de clasicismo. Nadie, que tomase en serio la teoría y el método intelectual de Rivero Borrel, podía salir al mundo de otras disciplinas, por más remotas que fueran, sin una estructura, o al menos una exigencia de estructura. Lo que el maestro transmitía no era sólo un conocimiento sino una ética y una estética del conocimiento. 

A través del año, su método de ponderar el aprovechamiento no consistía en palomear o tachar exámenes, sino en ver el desempeño de los estudiantes frente al pizarrón. Al final de los cursos nos reunió en el auditorio -éramos más de cien- y nos dictó el único examen que formuló en el año. Inmediatamente después abandonó aquel gran salón dejándonos solos. Hubo, como es de imaginar, un copiadero copioso. Los que sabían casi voceaban las respuestas a los ignorantes. Todos salieron soñando en su pase automático y hasta en una alta calificación. A los pocos días, en la entrega de las boletas, nos dimos cuenta que el maestro había aprobado a un 30 ó 40% del salón. Las calificaciones que había puesto eran sencillamente perfectas. Nos conocía a todos. No nos había juzgado por un papel sino por una trayectoria en el salón de clases y frente al pizarrón. No sé si conocía aquella "Oda a las matemáticas" del célebre filósofo y doctor porfiriano Porfirio Parra, pero sé que nos enseñó a amar a las matemáticas como se ama a la poesía o a la historia. Como una musa que no exige inspiración sino imaginación, precisión, constancia, diafandad, coherencia. Nos trasmitió un código ético cuyos dos pilares son la observación y la fundamentación. Nos regaló, en suma, el método científico, predicando en cada clase el amor a la verdad. 

El Maestro Rivero Borrel era un científico humanista. Mi otro biografiado fue un humanista científico: el ingeniero e historiador Francisco Bulnes. Nacido en 1847, se destacó como maestro en la escuela Nacional Preparatoria y la Escuela Nacional de Ingeniería. En 1874 fue mienbro de una comisión que viajó a Japón para transcribir el tránsito de Venus por el disco del Sol. Fue miembro de varias comisiones sobre cuestiones bancarias, mineras, hacendarias. Pero la verdadera fama de este maestro de mineralogía se fincó en sus obras de historia polémica. Con la misma precisión matemática con que describió el tránsito de Venus, Bulnes investigó los temas centrales de la historia mexicana. Los títulos hablan por sí mismos. El verdadero Juárez, El verdadero Díaz y la Revolución, Los grandes problemas nacionales y, sobre todo, Las grandes mentiras de nuestra historia. 

Las humanidades en tiempos de Bulnes incurrían frecuentemente en lo que él bautizó como "los caramelos literarios", libros dulces, románticos, idealizantes, fantasiosos y, a fin de cuentas, mentirosos sobre la realidad nacional. Su afán de ingeniero e historiador -o de ingeniero de la historia- fue aplicar el método científico al sujeto de la historia. Y hacerlo, además, como buen ingeniero, con un propósito práctico: el de modificar y mejorar la vida del país. No siempre las teorías a las que se afilió resultaron válidas -creía, por ejemplo, en el determinismo racial por las diferencias de alimentos entre las etnias-. Pero a lo largo de su obra el impulso dominante fue siempre la búsqueda de la verdad demostrable. Fue polémico y hasta iracundo porque reaccionó frente a un entorno caracterizado por inmensos vicios intelectuales que enturbiaban la comprensión clara y cabal de la realidad y la historia. Aún ahora, el extraño lector que se asoma a sus textos percibe un tono y un propósito refrescante. Pocos mexicanos se han atrevido, como Bulnes, a llamar al pan pan y al vino vino. Era un destructor de mitos. Tengo para mí que su entrenamiento de ingeniero se integró orgánicamente a su labor historiográfica. No eran dos vocaciones separadas sino complementarias. 

La conclusión es sencilla. Claro que los ingenieros requieren abrir ventanas a las humanidades. De hecho, en México ya lo están haciendo. Hace mucho tiempo me tocó en suerte ser de los primeros alumnos de la cátedra de "Recursos y Necesidades de México" que discurrió mi querido maestro Adolfo Orive Alba y recuerdo el entusiasmo que provocó en muchos de nosotros esa inclusión humanística en el curriulum de Ingeniería. La celebración de una Feria del Libro en Minería, auspiciada por la Facultad de Ingeniería, es ya una tradición que beneficia a las humanidades en su corazón mismo: la lectura. Pero si este puente con las humanidades es sano y necesario para los ingenieros, tengo la convicción de que en México sus contrapartes, los llamados cientificos sociales, están mucho más necesitados de una auténtica apertura a la ciencia y la técnica. No exagero al afirmar que un porcentaje altísimo de lo que se circula en México como "ciencias sociales" - en libros, en artículos, en revistas especializadas, en cafés, en programas de televisión- no es más que un cúmulo insustancial hecho de vaguedad, imprecisión, fantasía, doctrina, ideología, revestidas de una falsa autoridad de conocimiento. No caramelos literarios sino purgantes intragables; incomprensibles. Catálogos de opiniones o mentiras con pie de imprenta respetable. Quizás es excesivo pensar que esta enfermedad afecta en general, a las humanidades en México. Quizá fuera más justo atribuirla sólo a las pedantes ciencias sociales. Con todo, creo que cabe aplicarla a la mayor parte de nuestros intelectuales. "Quiero el Latín para las izquierdas", escribió Alfonso Reyes. Se podría parafrasearlo de este modo: "Quiero la ciencia y la técnica para los intelectuales". 

No sé si estas dos biografías y sus respectivos escolios merezcan las tres palabras mágicas con que Rivero Borrel rubricaba sus murales matemáticos, "queda esto demostrado". Espero, cuando menos, haber demostrado que los humanistas mexicanos requieren de una ética de la verdad científica y una sensibilidad para ver los problemas en términos prácticos. De ser así, uno de los papeles sociales del ingeniero es intervenir intelectualmente en la vida pública confiando en sus propios instrumentos de observación y análisis. Olvidarse de las falsas sociologías y aplicar, resueltamente, la ingeniería de la sociedad.



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